Viernes 11 de Abril 2008

Claudia Peña Claros

Hoy les hago llegar poemas de mi amiga y colega Claudia Peña Claros. Nació en Santa Cruz de la Sierra en 1970. Comunicadora, narradora y poeta. Tiene una hija y dos hijos. Le gusta el agua por su cuerpo y que la lleven en bici (cuando no es muy lejos). Ha publicado los textos de cuentos El Evangelio según Paulina (2003) y Que Mamá no Nos Vea (2006). Como investigadora social, Ser Cruceño en Octubre: Aproximación al Proceso de Construcción de la Identidad Cruceña a partir de la Crisis de Octubre de 2003 (con Nelson Jordán, 2005) y Poder y Élites en Santa Cruz (con Fernando Prado y Susana Seleme, 2007). Como dramaturga está incluida en Quipus: Nudos para una Dramaturgia Boliviana (2008). En poesía ha publicado los poemarios Inútil Ardor (con Valia Carvalho en lo gráfico, 2005) y Con el Cielo a mis Espaldas (también con Valia Carvalho, 2007). Es la responsable de la bitácora http://inutilardor.blogspot.com/ y participa en http://ciclistasdelvalle.blogspot.com/, administrado por el Ciclista del Valle. Van cinco poemas de esta autora, extraídos todos de Con el Cielo a mis Espaldas (Editorial El País, Santa Cruz).

Todavía me agasaja su mirada*

Todavía me agasaja su mirada. Cada día, como una enredadera, sus ojos puestos en mí.

La piedad no habita en esta historia. Pretende ingresar travistiéndose de lágrima, fingiendo ser súplica, balbuceando palabras vacías.

Yo todavía tengo la rabia. Como un suspiro contenido durante tantos años.

Cada noche lleva la piedad mis uñas clavadas, cada noche nos despellejamos la piedad y yo en esta casa que tiembla.

A mí me habita la rabia. El silencio negro de la rabia. Como un espacio inmenso calentando mis venas, la rabia me despedaza

y me vuelve a forjar.

*: Sin título en el original. Cual se estila, itero el primero verso.

Camino arrastrando un muerto*

Camino arrastrando un muerto. No te vayas, no te vayas, murmura suplicante, enlazando a mis cabellos lo que queda de sí. Así son los muertos: pegajosos y nauseabundos. Lo llenan todo con su olor podrido, porque la muerte no se puede desodorizar. Este muerto, el mío, me persigue arrastrando sus restos por el suelo. Cuando avanzo, voy dejando una huella de sangre abandonada.

El muerto que me acompaña irá rindiéndose a los soles y a los vientos. Irá dejando su rastro por mis días, se aliviará mi paso en la vereda.

No te vayas, no te vayas, suplica y se disgrega, se esfuma, se hace polvo como el polvo del camino, como el polvo que me habita y me carcome.

Mi muerto me abandona. Me dice que no me vaya, pero es él quien ya se ha ido.

*: Ídem anterior.

La soledad no depende del amor*

La soledad no depende del amor.

Yo, por ejemplo, soy amada.

Tampoco es cuestión de plenitud.

Yo estoy con cuerpo,

y cuerpo está conmigo.

Pero no emprendo travesías:

permanezco isla.

Así, al pasar los años

al haber yo partido

¿quién podría decir

de mi ventana generosa,

de aquella luna preñada,

de mi estar desplegado y tranquilo?

Todas esas pequeñas cosas

que hacen mi pasar

(las arrugas de mi sábana

las horas y su rutina

las voces que escucho de los niños)

se habrán, también, ido.

No habrá quien pueda

juntar las piezas

diminutas efímeras

que me dibujan.

La soledad son los hábitos

minúsculos que no compartimos.

La intimidad silenciosa.

Cierta ternura guardada.

Y los gestos inválidos, perdidos.

*: Ibíd.

Días de atraso*

Días de atraso:

mi cuerpo se resiste a sangrar.

Le habían gustado tanto

su risa

sus manos

que después de haber

él

partido, anhelaba

-trémula carne desterrada-

embarazarse en soledad.

*: Ya saben.

Para el cierre del envío, este que fue uno de los primeros en ser leído -¿casualidad?- y me ENCANTÓ:

El rito

A veces mi cuerpo se abre

para guarecer a un hombre

(hay hombres que arriban

sensibles / gigantes / perdidos).

A veces también confundo

ternura de vientre con verdad

(esa extraña costumbre que tienen

de desaparecer los hombres).

Mientras están, a veces no consigo

atrapar sus olores, el sabor.

Apenas puedo, cuando se han ido, reconstruir

su transcurrir de jadeos y mi deseo.

Se me da por pensar que la sangre

(puntual y cumplida) refleja

el atávico instinto de lavar

esa sombra, esa saliva.

Agotado el rito debo recorrer, ciega,

los punzantes días entre su piel y mi olvido

(hay ángeles que dejan

hambre de luz y suspiros).

Pero la ceguera es corta

y se diluye, ingenua, la ilusión

de domar el conjuro, mi destino.

El cuerpo no olvida:

el cuerpo permanece, por

siempre, nido.