© Jaime Taborga
Grabado de la cubierta: Fausto, tomado de la portada del libro The Tragical Historie of the Life and Death of Doctor Faustus (John Wright, 1631)
Cuidado de la impresión: Hugo Montes
D.L. 4-1-1606-02
ISBN 99905-0-266-8
La Paz, 2002
Impreso en Bolivia

 Territorio

El hombre, disperso en los vientos que corren, se levanta y gira en su vida ajena. Sabe de alguna condición echada a perder, como de otras tantas morfologías de la enfermedad del tiempo.
Pasan los años, y nadie sabe qué pasa. Uno se hace viejo ocupado en lo mismo de siempre. En verdad, son análogas las cosas de la vida y de la muerte en el torbellino del tiempo.
Uno tiene su oficio y tiene su casa. De camino, ve el polvo de las caravanas; va a su alcance, pensando partir con ellas hacia lo lejano, pero descubre que sólo es el viento que pasa. Otro día, uno sube al cerro, pues también uno tiene un cerro —aquí o allá, donde éste esté—; pero al contemplar desde lo alto sólo ve las aguas estancadas.
De andar una y otra vez en invariables, de arrastrar sin horizonte los ojos pedregosos, uno termina parado, mirando el desorden subterráneo de los muertos, sin saber qué hacer.
Las nubes no se conmueven del alma. El Sol, de poca cara, no calienta las espaldas. Si se atrapa una libélula, en la palma sólo queda un extraño doblez.

Hay que poner algún remedio, mano firme, con ojo fijo para mirar aun después de muerto. Habría que fundar un imperio transmundano; abrir los brazos sobre un nuevo territorio, en Júpiter o Urano. Luego, desde un comienzo, atender a la física curativa de las cosas, y vivir lo que buenamente nos permita el trato con la vida.
Con tales medidas y propósitos voy a empezar a poner piedra sobre piedra, cumpliendo con todos los períodos de luz que requiera la preparación de mi nicho.


 La sombra del pájaro

Subí cuando niño por la delgada asimetría de los árboles, a ver si desde allí podía ver la luz de los mares: una lluvia devastaba en el océano, todo lo visible y lo invisible era nebuloso —el mar, los cuernos del mar, las astillas del mar—. Mis ojos oscurecieron tan de repente que no supe si había caído en las aguas y también me ahogaba.
Cuando era adolescente, atolondrado, mataba pájaros con mi perdigón. De joven, me pasaba los días haciendo migas en mi cuarto de pensión; y un poco menos joven, llegué incluso a ponerme tongo y andar de bastón.

Caminando por la calle, una tarde encontré un pájaro muerto. Vestía de negro, parecía ir a un entierro. Me detuve y acerqué mi silla. Preguntándome qué percance pudo detener al deudo, reconocí entre medio al perverso autor, haciendo silencio por detrás.
El mundo, triste y mudo, mira al otro lado del mundo a través de su ojo redondo y polar.
Entonces enfermé, y tuve que rastrear en mis sueños algún despojo conocido que me sirviera para anidar. Luego, un poco repuesto, salí por la ventana a sacudir mis hilachas.
Todos queremos alguna vez volar, aunque nadie sepa de qué silencios esté hecho el vuelo. Parecería fácil, por ejemplo, trepar por aquella escarpa que sube y luego lanzarse a los aires. Pero si algo se anuda en la tierra, se desanuda en el cielo, y uno cae sin haberse levantado.
Por eso el pájaro una vez canta, y otra no canta; tiene una brújula, pero también tiene una saeta, y te apunta.

*

Hace varios años dibujé diez pájaros con un tiralíneas. Saludé a cada uno con una breve leyenda. Poco después se extraviaron misteriosamente y nadie los volvió a ver.
Nunca supe qué adioses hubo en el follaje del tiempo para que desvistieran tanto su imagen. Quizá hubo un cuco que echó los pájaros a su bolsa; pero de poco le sirve al Negro, pues mi amiga Blanca siempre se acuerda de ellos.
Dejé de buscarlos, muy desairado. Pensaba que debían al menos haberse despedido. Sólo más tarde comprendí que si no lo hicieron fue porque no saben hacerlo, y que eso me lo dejaban a mí.

 

Epitafio
para
Diez pájaros de tiralíneas


Entendiendo que los pájaros son la cosa más triste que hay
y que todo lo que vuela el viento lo vuelve carbón
Entendiendo que los pájaros no pesan
no lloran ni entienden de pañuelos
con su diminuto corazón, de oculto aliento
Quien los observa parados y quietos
sabe que hay más de un olvido
y que sólo en tránsito es buena su sombra

 Eclipse

A la luz de una lámpara, un hombre y una mujer miran las cosas que tienen entre manos, sin alzar la cabeza. Ha caído la tarde, y el día cierra por hoy su bulto de cifras. Hay olor a polvo en su burbuja.
La noche descubre otra vez el lecho de la galaxia. Las aguas ascienden y retornan a la fuente. Todo vuelve hacia adentro, a una hora que no es de día ni de noche. Es párpado cerrado de ojo despierto.
Al final toda luz se dobla y se enrosca en busca de su núcleo. Quienes han revivido, cuentan que por el túnel de esa espiral pasan todos los atardeceres hacia un solo amanecer.
Es el vértice sin fondo ni figura de donde todo viene y a donde todo va, tantas veces como lo múltiple está plegado en la unidad, tantas como lo uno está desdoblado.
Allí los vientos guardan quietos el sueño de la flor. Si alguien la arranca, los vientos comienzan a soplar; y basta la aspiración del olfato para marchitar a la flor.

El Tao enseña que la vida es algo virtual; el mundo y la existencia son como el espacio vacío que hay entre los radios de una rueda, solo llenado cuando éstos rotan de un lugar a otro.
Si poco puede verse cuando giran los radios, nada se vería si la vida no pasara.

*

Comienza otro día. Ya se escuchan las aguas que bajan. Vuelve la luz a los campos dibujando los viejos linderos. Sale el cazador y parte por el camino el viajero. Sacarán punta a la superficie, harán acopio y llevarán la cuenta.

El hombre y la mujer se sientan diariamente a la mesa. No son ilustres, pues lo que saben no lo deben tanto a la forma de mostrarse del mundo como al modo de ser del mundo. Tampoco son acaudalados, ni piensan serlo. Son más bien indígenas. Se preocupan en obtener lo que falta y en devolver lo prestado; buscan la paridad, hacen intersección, ajustan la faz del eclipse.
Ciertamente, de todo cuanto existe sólo se ve la mitad. La rotación circular del cosmos se enfanga como el arco iris. El estruendo del universo se segmenta y disipa en el eco de los cerros. El hombre y la mujer, aunque juntos, solo duermen entre dos brazos.
Nada es uno, nada es dos. Dios mismo es el polvo.