Viernes 27 de Enero 2006

Yolanda Bedregal

Para hoy elegí a doña Yolanda Bedregal (1916-¿2002?), poetisa, cuentista, novelista, profesora y escultora nacida y fallecida en La Paz. Estudió en La Paz hasta el bachillerato de secundaria e ingresó a la Academia de Bellas Artes donde aprendió escultura. Más tarde hizo nuevos estudios en el Bernard College de la Universidad de Columbia, Nueva York. Fue profesora de Estética en la Universidad de La Paz y de Historia del Arte en otros institutos de educación artística. En 1948, la juventud intelectual del país, representada por el grupo nacional Gesta Bárbara, la proclamó YOLANDA DE BOLIVIA. En 1971 el gobierno revolucionario del gral. Juan José Torres, poco antes de su derrocamiento, la designó Embajadora de Bolivia en España. En 1973 ingresó a la Academia Boliviana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española.

Ha publicado Naufragio (1936), Poemar (1937), Ecos (1940), Almadía (1942), Nadir (1950), Del Mar y la Ceniza, Alegatos, Antología (1957), Antología Mínima (s/d), Poesía de Bolivia (1964), Bajo el Oscuro Sol (1971), El Cántaro de Angelito (1979) y Antología de la Poesía Boliviana (1977, última edición corregida y revisada por la autora, 1998).

Van cinco poemas de esta autora, tomados de Poesía Boliviana, Armando Soriano Badani y Julio De la Vega, Biblioteca Popular Boliviana de “Última Hora”, La Paz, 1982).

 

Salada Savia

Padre mío, el invierno –espada de tu muerte–

sus varillas de hielo sobre mi pecho inclina.

Crujen las hojas secas en desolada sombra

al filo del minuto que te arrancó a la luz.

Ya no hablaremos nunca del verdeciente pino

aunque giren los meses hacia la primavera;

yo veré conmovida hundirse contra el cielo

la erguida copa oscura, y ya estarán tus ojos

perennemente mudos en el carbón azul.

Se esponjarán los días, descenderán las noches

hacia asoladas playas del Siempre y del Después,

mas la salada savia del amor está herida

al filo del minuto que te quitó de mí.

Contigo platicamos del trino y la gavilla,

del libro y el amigo, la reja y la parábola,

del agridulce zumo en el cristal humano.

Fraternales rondaban por tu voz de maestro

San Francisco de Asís, don Quijote y Jesús.

Padre mío, en las horas del hogar apacible

devanamos la lana del cotidiano afán;

y siempre tu sonrisa tendía al hilo de oro

que bendecía el agua y suavizaba el pan.

Presagio de ventura, flotaban nuestros nombres

con halo de alegría si los decías tú;

hoy me duele hasta el nombre que tú ya no pronuncias,

y nos pesan las manos tendidas hacia ti.

Tus ojos amparaban la senda de mi verso.

Mi infancia en tus rodillas todavía mecía

la muñeca de trapo que el tiempo sepultó.

Ahora me llueven años por cada hora que faltas.

Nuestro pino ha llorado hasta su último espino.

Aúlla la madera de tu sillón vacío;

los platos en la mesa tienen sonido a roto;

y se empaña la atmósfera de girasol morado.

Esta salada savia del amor se hace niebla

al filo del minuto que te llevó a la luz.

 

Frente a Mi Retrato

Enmarcada en rectángulo de sombras

–como de una ventana en el vacío–

mi cara adolescente me contempla.

Viene de lejos la mirada limpia

bajo el ala extendida de las cejas

y se arrodilla, tímida, en los labios.

Limpia mirada en la que cae el mundo

redondo como gota de rocío.

Me confronto distante en esa imagen

mejillas con pelusa de durazno,

y un hoyuelo infantil como si un ángel

hubiera hundido un dedo pequeñito.

En el vaso del cuello la premura

del latido invisible que enraíza

el diminuto pie a las manos finas;

palidez matinal bajo la noche,

partida en dos, de relucientes trenzas.

Cinco años están fijos esos rasgos

hundiendo la ventana del vacío.

Mientras tanto llovieron muchas lágrimas

–cinceles en la pulpa de la vida–.

Un expectante albor flota en el rostro

pero de norte a sur, de este a oeste,

tormenta en primavera hirió mi frente.

En la mística boca arrodillada

desangró el beso la evidencia humana.

Mis pies danzaron, y mis manos saben

las formas de la arcilla atormentada.

Mi garganta latió su pulso cálido

en latigazo y en caricia.

Una ausencia, una muerte y una vida

desdibujaron el retrato antiguo.

Estoy ahora como he sido siempre

y como nunca más habré de ser.

Estaba escrito todo en hoja blanca.

Aprendo a deletrear mi adolescencia;

y sólo podré leer mi vida toda

cuando, como hoy me miro en el retrato,

pueda, un día, mirarme desde el marco

sereno, inmarcesible de la muerte.

 

Madurez

Ya no tiene mi sangre la sustancia

de miel cobarde y tentador aroma.

El látigo del tiempo cristaliza

secos rubíes de irisado fuego.

Cuando era flama de hojarasca, ardía

sobre las bocas en voraz relumbre;

hoy es carbón ardiente en el rescoldo

de sol madura en pródigo entregarse.

Quien me tomara como virgen campo,

se fue tras la moneda de la luna

y no sabe cuán densa ha florecido

su pisada casual de vagabundo.

Y el otro, en la renuncia del tesoro,

que daba muerte para darme dicha,

heló mi corazón en un espejo

donde está nuevo lo que está finito.

Encuentro y desencuentro fue condena

tocando simas de halagüeño infierno

para subir en rotos eslabones

como planetas libres al desastre.

¡Qué terca lava se fraguó en mi sangre!

Si por encanto el tiempo recobrara,

repudiaría Lázaro en mi pecho

la miel cobarde en los rubíes secos.

 

Inutilidad

En cada nueva luna

mi alma inventa

una canción de cuna

inútilmente.

Veintisiete palabras de ansiedad

tiene mi canto.

Y cuando se apaga la luna,

cada palabra se disuelve

inútilmente

en un hilo de sangre.

 

Nocturno de Lágrimas

En las noches de lágrimas

maduran nuestras almas;

bajo la luz del llanto

nos es dado palpar las intangibles

paredes de distancia entre las vidas.

Sólo en noches de lágrimas

nos es dada la gracia

de encontrar el matiz de los silencios

y los colores de la sombra.

Sólo en noches de lágrimas

los seres que ya han muerto, nos consuelan;

los que nos dejaron, nos reclaman,

y nos pide perdón lo que no ha sido.

Sólo en noches de lágrimas

los que se aman, saben que se aman;

el lecho no es ya bosque de caricias

sino blanco mantel de comuniones.

Una noche de lágrima aclara

el mar en tempestad de la vigilia,

y vemos de recónditas esquinas

cada cosa adquirir su propio nombre.

En el llanto de amor nos conocemos

más que en todos los besos de la dicha.