Viernes 23 de Noviembre 2007

Juan Carlos Orihuela

Vuelvo a enviarles algo de la obra de Juan Carlos Orihuela, nacido en La Paz en 1952 y de quien ya mandé antes algunos versos. Considerado un hombre importante de la poética boliviana. Licenciado en Literatura. Director de la carrera y catedrático en la Universidad Mayor de San Andrés. Es uno de los más conscientes en el serio juego del lenguaje con la realidad y lo subjetivo. En 1981 obtuvo el Primer Premio en el Concurso “Franz Tamayo” con su poemario De amor, piedras y destierro publicado en 1983. Ha publicado también Llalva/Los gemelos (1995), Febreros (1996), Cuerpos del Cuerpo (2000), Oficio del tiempo (2005).

Van cuatro poemas incluidos en Oficio del tiempo (Plural Editores, La Paz).

Retornos

Para amarte había preparado un lienzo

y una cerbatana.

Había también mirado el sesgo de tu falda

–penúltimo corcel de mi estampida–

para que tus ojos inicien sus murmullos

y desciendan serenando las horas nuevas.

Algo así como un astro se apoyaba

en mis costados

algo así como una garúa

descendiendo por las oquedades

de mi infancia.

Pasajes

No se repiten los días.

En el fondo de sus madrigueras

lado a lado

se miran el uno al otro sin reconocerse

empujando sin fatiga la escama

estrecha

de los ciclos que desvanecen

tal vez esperando una señal que caiga

–sin clemencia–

desde la boca de dios.

Al amparo de sus misteriosos hábitos

los días se recuerdan a sí mismos

pero siempre son otros.

Inquietos se escurren en el tumulto

de la memoria

solicitando otras voces

otros rumores

evocando los mismos secretos.

Los días bailan en la ansiedad de los ojos.

Son visiones agrestes que caen en el

mundo

como llagas distantes

pretendiendo ocultar sus sentidos

en los bordes de lo imprevisto

–terca sucesión que no logra

perpetuarse

porque los días son ilusión pura

que se agazapa sin tregua

en la oquedad de los crepúsculos

esperando

temerosos

las madrugadas inciertas.

Memorial de mi Muerte

Con este cadáver descenderé de puerta

en puerta

hasta alcanzar la maleza.

Con el insomnio que me habló de dios

sin nombrarlo

me iré a recorrer los lagos y los riscos

y certificaré mi memoria en las alturas

de la ciudad

esperando que la piel me salga a paso.

Pronto aprenderé a conocer la sequedad

y la distancia repetirá estas calles verticales

que ya conocía.

Saltando de muro en muro

invocaré el amarro herético

y me detendré en los orificios donde

alguna vez

busqué amparo en el sosiego de los

barrancos.

Con este cadáver empujaré el polvo

de la tarde

que me encontrará dormido en tu espalda

sostenido apenas por una mueca de alma.

Puro viajaré hasta el hueco de la piedra

donde esperarán mis padres

sin emitir sonido.

Ella con su quíntuple destino

recordando los vagones

las profundas galerías

la casona arbolada de su ciudad natal.

Él con el pantalón a cuestas

leñando

arañando

pugnando

en el silbido generoso

de sus madrugadas laborales.

Yo solicitaré el agua en las argollas

de mi infancia

y nombraré las cosas y los lugares

hasta que mi voz no sea más que mi voz

y mi cuerpo una costumbre tejida

en el tiempo.

Con este cadáver me iré a pastar

por el humo de las fiestas

y cruzaré los parques empujando mi calavera

con un palito.

Apretaré gozoso las manos de mis amigos

y me sentaré con ellos debajo de los pinos

a escuchar el letargo en la llanura

cuando el musgo de la primera edad

recupere los días desprovistos de zozobra

–de toda melancolía–

y pueda mirar sin vértigo

el óleo gastado de la ciudad.

Con este cadáver me recordaré vagando

por los montes y las cañas

abrazado a la criatura

contemplándome en el único río

en que fui concebido.

Buscaré sin compasión mi piel

enmudeciendo en las zanjas

esperando que una nueva residencia

me arrebate y me devuelva

al lugar sin límites.

Con este cadáver te esperaré oculto

junto al polvo de los lagos.

Tú vendrás de las saetas y los hilos

cruzarás conmigo el puente

y nos repetiremos en vasijas de inicio

hasta que un fragmento sin origen

nos despoje de toda sombra.

La Noche

Es humo que aparece antes o después

–según se mire.

Danza que llega y se descuelga

ladrándose a sí misma

en pisadas de retiro.

Es una rasgadura en las esculturas

del aire

esparciéndose entre las plegarias

y las siluetas de los astros serenos

innominados

que se precipitan sin descanso

sobre la piel rugosa de las cosas.

Es el oratorio de la jornada

el lugar umbrío eximido de culpa

que provoca la caída difusa de voces

clandestinas

alejándose en su tránsito nómada.

Es esta la celebración de la hora ecuánime

la del regreso

la de los gestos contenidos

evocando la estancia amada

de algún cuerpo ausente

que nos contempla desde los rincones

menos oscuros.

Son los hábitos del misterio que vigilan

desde las grietas de las calles

golpeando sus piedras sucias

–crujidos sordos

como de viejas poleas

arrastrándose entre los péndulos

y el vacío

manchas descolgadas

que se filtran por las rendijas

de un tiempo no piadoso

no misericorde.

Es la leyenda que se repite en los

mismos rostros

a la hora de siempre.

Son pájaros inmóviles reposando en

los basurales

hurgando entre sus dedos

acechando los residuos de la jornada.

Alguien desciende con su lámpara

alumbrando la bóveda.

Lejos

dos estampidos copulan en la tregua.